domingo, 24 de septiembre de 2017

El espantapájaros del Orinoco






I
Que se guarden las cosas más buenas en los estantes altos de la cocina en esta casa no sirve. Estiro un poco la mano, y ya está. No necesito ni ponerme de puntillas. “¡MANUELLLLLL!!!”. Ostras, qué susto. Me atraganto y casi tiro la papilla. Me han pillado. Mi madre alza su barbilla y me recrimina a gritos. “¡…esas galletas estaban por si teníamos visita, no para que vinieras y te las comieras tú de una sentada!”. Estoy con la boca llena, tratando de deshacer lo más rápido que puedo el chocolate con la saliva. Qué quieres que te diga, mamá. Ella insiste: “…como no te moderes, voy a tener que esconderlas bajo llave… o peor aún, voy a acabar no comprándolas…”. Acto seguido me advierte con el dedo: “Te lo digo muy en serio”. Me retiro cabizbajo, lamiendo las migas que han quedado en la yema de mis dedos. Habría arramblado con más, pero no es cosa de hacer sangre. “…¿se puede saber dónde vas a estas horas?”. “A dar un paseo”. “…acuérdate, la comida a las doce y media; luego no me gusta que te vayas al trabajo con el estómago lleno”. Digo un  “síiiiiii” largo, cargado de paciencia. Me agacho para no darme con el marco de la puerta. “…de qué gen habrá salido éste, que mide dos metros, cuando en la familia nadie pasaba de uno sesenta”, murmura ella en voz alta. Salgo a la calle. Algún coche atraviesa la carretera. Alguna señora  empuja por la acera el carro de la compra. Nublado el cielo. Que llueva es bueno para el negocio, pienso. Arrastrando mis pies del cuarenta y ocho empiezo a andar hacia las afueras de Mediavilla.


II
El mundo vedado para la gente normal, se descubre ante mis ojos. Qué culpa tengo, si me alcanza y me sobra para ver lo que hay detrás de la tapia de Villa Felisa, por ejemplo. Desde fuera no parece que ese muro encalado, empapelado con carteles del circo Mundial de la Navidad pasada, pueda esconder tanto lujo. Vidrios rotos con el borde cortante en la parte alta. Un “cuidado con el perro”, eso sí. Pero Trapillo, el pastor alemán, y yo somos viejos conocidos. Me mira, jadea con la lengua fuera, me sigue en silencio al otro lado de la pared, como si él fuera el hierro y yo el imán al otro lado de una cristalera. Bordeo el perímetro de la casa. En la fachada que da al río, está la piscina; ahora con el agua ya verde. Menudos chapuzones se dan los críos de la familia mientras nos derretimos los demás vecinos en pleno estío. Ahí, en esa esquina crece y se desborda una parra. Los primeros calzoncillos humanos eran así. Se perderían los racimos más altos de no ser por mí. Luego mi madre dirá que no tengo hambre, pero es que… esta uva blanca está dulce como la miel. Con la boca llena prosigo mi pequeño paseo. Merodeo. Parece que no hay nadie en la casa, que los señores hoy no están. En la fachada principal, la pared de piedra aparece revestida por jazmines y buganvillas. Ésta es la época. Aspiro su olor con los ojos cerrados. Mmmm….. Mmmm…… Y en la cara que da a Mardebé, el huerto. Ahí sí me quedo unos minutos observando al espantapájaros. Está tan bien hecho que… la primera vez que lo vi me dio un pasmo. Parecía que se movía hacia mí. Me acojonó. Luego fijé la vista y ya me pareció lo que es. Casaca de manga ancha, para que el viento la agite. Cabeza de garrafa de agua. Sombrero. Las palomas y tórtolas le tienen respeto. Anticipan sus movimientos retirándose alarmadas. Es un espectáculo. FFFFFFFFUUUUUUIIIIIIII. Mira, mira… El viento ha inclinado su torso. A veces, en la huida en desbandada, se van todos los pájaros menos uno. Uno pequeñito que, de normal, no tiene ni sitio para buscar su grano. Aprovecha el momento para ponerse morado. Sonrío, porque seguramente no sabe que lo observo. Éste, o bien es un valiente, o bien no es consciente del peligro, o se ha compinchado con el temible espantapájaros. Entra tortícolis en mi cuellecito. Miro hacia alrededor, a la calle. Me doy cuenta de la hora; ostras; hay que volver a casa ya; la comida estará puesta, y entre zancadas de casi diez metros cada una, dejo atrás los misteriosos muros de Villa Felisa.


III
A las tres y media de la tarde,  subo la persiana metálica del cinema Orinoco. Pesa un huevo. Le falta grasa a las guías. Las dos películas de hoy no son muy buenas. Yo se lo digo a don Aurelio, “traiga usted estrenos, y llenaremos la sala”. Me dice que sí, que sí; pero luego aparece con estos rollos. Yo cuelgo en la vitrina con pinzas los fotogramas manoseados. Ya sólo de verlos dan ganas de salir corriendo a pasear por las calles. Drácula 73. King Kong se escapa. Me temo que voy a poner el proyector para los cuatro de siempre. Gota a gota, el piso se empieza a empapar. Tengo que ir a por el serrín, si no me lo van a poner todo perdido. Camino del trastero, paso por el patio de butacas. Huele a polvo y humedad. Luego me quedo apostado en la puerta. La señora Paqui abre el ventanuco para los tickets. Yo creo que don Aurelio me contrató porque soy grandote y mi presencia impone. La consigna que me dio es sencilla: “Mira, Manuel, quien tiene entrada, entra. Quien no; no entra”. Yo, desde hace años, la cumplo a rajatabla.


IV
“¡…ya han abierto y Mobydick está en la puerta!”. Mecagüen. Como pille a quien haya dicho eso le avento una que lo encalo en el palomar. Doy tres pasos para adelante. Malditos críos. Mierda. En esas me doy cuenta de que la retaguardia se ha quedado descubierta. Calma chicha. Oigo risitas. Son esos nanos de allá. Se parapetan tras las ruedas de los coches aparcados. Sigo oyendo las risitas. Suenan a burla. Suenan a que alguno ya se me ha colado. Cierro la puertecita acristalada. A mí con esas. Saco del bolsillo mi linterna de petaca. Ya va el Nodo. Luces apagadas. El haz amarillo termina en una elipse sobre el suelo. Murmullo de palomitas. Alguna tos. Soy ave nocturna. Enseguida se me acostumbra la vista. Menos de medio aforo. Enseguida veo a los ratones agazapados. Saben que si los pillo los retuerzo. Pies para qué os quiero. Salen entre gritos. Esta vez son tres. Me sacudo las manos.  Ya está. Fuera polizones. La señora Paqui me mira, qué bruto eres hijo. Me pongo en la puerta de nuevo. Fuera, llueve con ganas. Pero no vendrá ya más gente. Si yo fuera público, también preferiría mil veces mojarme antes que ver películas infumables.


V
Yo estoy acostumbrado a oír las películas del cinema a retales, empezando por la mitad, por el final, por qué más da. Entre lo poquito que escucho desde fuera y los momentos que veo fugazmente, tras la puerta abatible, mi cabeza lo cuadra, lo ordena todo, y es como si las hubiera visto de pé a pá. Ésa es mi vocación verdadera. Ser crítico de cine. Y que me paguen por poner a caldo según qué cintas. Ufff, si me hicieran caso; cuántas pelis habrían pasado de ser mediocres a ser obras maestras. En la calle empieza a refrescar. Rasca un poco. Miro al chiquillo del pelo tieso. Ése es un habitual. Pero normalmente no me provoca. Se pone a mirar los fotogramas. Los carteles de las películas que vendrán la semana que viene. Los estudia. Los desmenuza. Creo que, como yo, él compone la película; y que como yo, hasta se hace la musiquita de la banda sonora. Ajeno a mí, sigue y sigue mirando. Los otros nanos han volado. Mi sola presencia, no hace falta que les diga nada, ni siquiera UUHHHHH, les atemoriza. Éste no. Cuando termina de ver bien las fotos ya están encendidas las farolas. Se gira, se da la vuelta, se da cuenta de que lo estoy mirando y, con las manos en los bolsillos, desaparece acera abajo. Volverá en unos días, seguro, cuando haya renovado la cartelera del escaparate.


VI
Me dicen que los de Villa Felisa se han mudado a Mardebé. Que han vendido el chalé. Ha sido escuchar eso y ver un rótulo, “próxima promoción vivivendas de lujo”. Mierda. Otro sueño que se me va a hacer gárgaras. Si me tocan una sola piedra de ahí, cómo voy a comprar esa casa un día del futuro cuando ya sea millonario… cómo. Me asomo una vez más. La parra se ha secado. En el huerto crecen los hierbajos desordenados. Yo creo que algún vándalo ha escalado la tapia para ver qué de bueno pueden esquilmar. Medio caído, el espantapájaros sigue. Mueve sus mangas, y los pájaros se asustan, para luego volver. Sólo uno, el de siempre, permanece, a su vera, intentando en vano con su pico, estirar del sombrero, para levantarlo de nuevo.


VII
Silbo mirando las telarañas del fondo. Miro hacia la barra del bar del cinema, en vez de mirar hacia la calle. Doy pasitos. Desaparezco fugazmente. Y el niño, fija la vista en la puerta, no da un paso. Coño, no te lo puedo decir más claro. Joder, entra. Entra ya que no te voy a decir nada, que no me voy a dar cuenta. Pasa, leches. Hoy, Terremoto. No tenemos sorround, pero me tienen a mí; que me pondré a dar saltos en las tablas de la última fila; y haré que se tambalee bien la sala. Al final, me da como un tic; pasa, venga pasa. El niño vacila, no sabe qué hacer. ¿Es a él? Da un paso. Se pone en la línea, en la frontera. Se le va a salir el corazón por la boca, lo noto. Respira hondo. Cierra los ojos y tira hacia dentro. Yo por supuesto, no he visto nada de eso. Pero es que, jolines, son tantas veces las que lo he visto, son tantas horas las que pasa ahí fuera, haga frío, haga calor, que qué más dan las quince pesetas que vale la entrada. Eso sí, espero que, hoy por aquí no se pase don Aurelio.


VIII
Quien no tenga una pequeña debilidad, un pequeño hacer la vista gorda, que tire la primera piedra. Ñam. Ñam. Con la boca llena. Con la galleta saliéndose por la comisura de los labios. De puntillas por el pasillo. Mi madre cose en la sala. Cierro la puerta con mucho sigilo. Luego, lo sé, mueve con la cabeza, este chico no tiene remedio, el chocolate le pierde, y un “se cree que la policía es tonta”.


IX
Hay días que son muy descarados. El chiquillo se planta frente a mí, me guiña un ojo, y pasa. Hoy, Le seguían llamando Trinidad. Yo, ahí, soy la estatua del parque de la ermita. Luego mi cabeza entra en reflexiones contradictorias. ¿Hago bien o no? Como principio, no. Estoy incumpliendo mi misión. Cualquier tarde, Paqui, que también hace como que no ve; puede hacer un leve comentario. Cualquier tarde, don Aurelio, puede venir, que nunca viene, y decirme: “estás despedido, me estás estafando, estás dejando pasar a gente sin entrada”. Por otro lado está mi corazoncito, el que me dicta, afirma que no hago mal, que puedo hacer feliz a una persona que no puede permitirse un gasto de quince pesetas porque simplemente no las tiene. Mi moral baja entonces por los suelos. Qué más da si la película tiene que proyectarse igual. Dentro, ya suenan los tiros. Y con los tiros y el gordo Bud, la gente, qué cosas, se parte de risa.


X
Hoy una excavadora entró a saco con los muros de Villa Felisa. Sin ellos, la casa parece más pequeña. Todo se redujo a escombros. He entrado saltando por encima de los cascotes. He pisado el huerto con su tierra endurecida. He rememorado su antiguo esplendor. Antes de irme, he levantado al espantapájaros. Lo he apuntalado bien para que no se vuelva a caer, para que permanezca erguido con orgullo. Le he dicho a la oreja: “resiste, asusta a las grúas”. No se ha inmutado. Sin granos que picotear, no hay pájaros alrededor. Luego, me he sentido como él, una especie en extinción, y he proseguido el paseo, pensando en que tendré que buscar otra gran casa de las que no van quedando en Mediavilla para hacerme la ilusión de que ésa, algún día, será la mía.


XI
Es lo que tiene ser alto. Que escucho las palabras que vuelan. Al otro lado de una pared. Los niños alardean de sus hazañas. Hay uno, con voz de pito, que destaca. Que dice que, por sus cojones, se cuela como y cuando quiere en el Orinoco. Que tiene hipnotizado al panoli del Mobydick. Que menudo tontolaba. Yo no sé si carraspear para descubrirme. Me siento mal, destemplado de repente. Me siento un poco panoli y un poco tontolaba.


XII
Pues creía que hoy no vendría. Que me guardaría el subidón de pulsaciones para otro día. Pero ahí está. Ya no se para en mirar las fotos que simétricamente, cuelgo con las pinzas en el escaparate. Hoy toca Tiburón. Directamente, avanza con decisión. Me medio guiña el ojo. Y trata de pasar. Le cierro el paso. “La entrada”, le pido. Se queda contrariado. No entiende. “Si tienes entrada entras, si no, no entras”. Le falta el aire. Los que van detrás en la fila lo miran. Es el centro de las miradas. Sale, tira hacia atrás. Avergonzado. Antes de desaparecer, mira de soslayo hacia mí. Respiro hondo. Sigo cortando entradas, y maldigo. Qué haré a partir de ahora. Mi madre cumplió su amenaza y ha cambiado de escondite las galletas de chocolate.

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