domingo, 23 de octubre de 2016

Dejadme solo

I
Resbalando, derrapando, a punto de caerme por la roca, le grito: “Eduardo… si viera mi padre por dónde nos metes, te pone una demanda… es un abogado muy importante, que lo sepas”. El profesor de Historia me replica contundente: “Menos hablar y más fijarse dónde apoyáis los pies… estáis aquí porque habéis querido venir… ahora bien, si te quieres echar atrás… vuélvete tú mismo”. Miro hacia abajo. Menudo barranco estamos remontando. Da vértigo. No, no, no: yo sigo adelante. Somos diez los escogidos. Y de los diez, el más renacuajo yo. Me querían dejar en el campamento, con la cocinera. Pero ya insistí. Yo voy, yo voy. Me agarro bien a la cuerda. Basi me tiende la mano, auuuuppppp, me da un estirón, y parece que vuelo. Ya estoy arriba. Sudo por debajo de mi gorra blanca. “¿De verdad ha pasado alguna persona por aquí antes?”. Hacemos recuento. Estamos los once. Un trago a la cantimplora de agua caldosa. “¿Falta muchoooo?”.  Eduardo mira el cielo, las nubes, los montes bajo nuestros pies. “No, ya casi estamos”.
II
Donde parece que no hay humanidad posible, se levanta una pequeña cabaña. Un huerto con tomates, pimientos y no sé cuántas cosas más. A Eduardo se le ilumina el rostro. “Sigue aquí…”. Redobla sus pasos. A nuestro encuentro sale un hombre alto, enjuto, un palmo de barba canosa y frente curtida por el sol.  Con un hábito marrón de tela de saco. Y sandalias. Sandalias gastadas para andar por aquí. Yo que me quejo de mis botas montañeras. La primera impresión es de un miedo que revuelve los intestinos. Ellos sonríen. Se abrazan. “Mario, amigo, cómo estás”.  “Lo que faltaba, para romper mi soledad, no sólo has venido tú, sino que te has traído toda tu clase…”. Vaya. Yo me pensaba que ahora era cuando Eduardo pronunciaba esas famosas palabras: “Doctor Livingstone, supongo”.
III
Por mucho que Eduardo nos haya advertido, cómo nos vamos a estar quietos y callados por aquí. Eso es pedir imposibles. Hemos sacado el agua a cubos del pozo. Y hemos acabado pozal va, pozal viene, hechos unas sopas. CHOOOOOOFFFFFFF. Ha empezado Basi, conste. Y nos hemos puesto ciegos a uva todavía verde que crece en la parra que da sombra a la cabaña. Eduardo se ha enfurecido, “¡estáis por civilizar!”,  cuando nos ha visto tirando hasta racimos enteros… Luego he recapacitado: estamos desperdiciando comida valiosa para Mario… Pero yo quiero saber. Qué hace un tipo como éste aquí en pleno siglo veinte. ¿Tiene alergia a la gente? Me pego a Eduardo. Me pego, escucho, no me pierdo detalle y a la que puedo, pregunto. Qué hace éste tío aquí, tan lejos del mundanal ruido.
IV
Cinco años lleva en este reducto. Sin tele, sin periódicos, sin nada. “…esto es una cárcel sin rejas”, le digo. “… aquí tengo todo lo que necesito”, replica. Menudo aburrimiento. “…aunque también es verdad que cada vez son más los excursionistas que consiguen llegar hasta aquí… y cada vez éste sitio es menos solitario…”. La puerta de la cabaña está entreabierta. Pegada a un saliente de la montaña, en realidad, es una cueva. Jo, yo quiero entrar ahí. Antes de que Eduardo me diga, Nacito, tú dónde vas, yo ya me he colado. Auahhhh. Y qué veo. Una cama de paja. Esto tiene que ser incómodo. Qué más. Libros apilados en una estantería. Cacharros colgados en una cuerda. Un crucifijo. De enchufes nada. Y aquí dónde… dónde eso, pipí y popó. Y con qué se limpiará cuando termine. Me apunto la pregunta para cuando salga.
V
Hora de volverse. Hemos revolucionado la paciencia del anacoreta. Eduardo saca de su mochila un fajo de sobres. “Son cartas para ti… me las dieron cuando supieron que venía a verte”. Mario las rehúsa. “Si quisiera saber algo del mundo, volvería al mundo…”. “Quédatelas por lo menos, puede haber un momento en el que te apetezca leerlas”. Nos despedimos en global. Emprendemos el regreso. Tengo un montón de dudas en la punta de la lengua. Por qué. Por qué una persona va a querer estar sola por voluntad propia. No me cuadra. ¿No tendrá tiempo después, cuando se muera, para eso? ¿Qué sentido tiene? ¿Huye de alguien? Es que no lo entiendo. Lo que me callo, porque si digo algo, Eduardo me pela, es que he cogido un cuaderno que Mario tenía encima de su mesa, y me lo he puesto, entre la camiseta y el pantalón. Eso es… ahí están escritas, supongo, las respuestas a mis preguntas.
VI
Menudo comité de bienvenida. Mi padre, mi madre, mis abuelos, mis hermanos, mis primos, mis vecinos. Falta el coro parroquial. Todos me quieren abrazar (estrujar) cuando me ven bajar del autobús. Qué alto. Qué moreno. Qué fuerte. Protesto: “Oye, que han sido diez días el campamento, no diez años”. Cuando voy a despedirme de Eduardo, mi profesor de Historia favorito, que ya no será mi tutor el curso que viene, me da un no sé qué, una emoción, y le digo: “oye, tú, que lo de la demanda de mi padre era broma”.
VII
Contengo la respiración. Voy de puntillas. El mejor sitio para estar solo, para que no moleste nadie, para poder leer el cuaderno robado de Mario sin interrupciones es… claro que sí. El wáter de mi casa. Hasta que cualquiera de los meones de mis hermanos lo aporreen tengo unos cuantos minutos de tranquilidad y soledad absoluta. Paso el cerrojo. Mmmm…. Jopeta qué letra tiene el anacoreta.
VIII
Cumplimentado el test psicológico, después de la última charla con el hermano prior, emprendo un nuevo camino. He tenido que contestar cien preguntas, firmar cien documentos. Me pregunto de nuevo… ¿es que hace falta alguna razón para querer estar solo? El camino ha sido largo. Aquí no sube cualquiera. Cuando he avistado la cabaña, el hermano que hasta ahora la ocupaba, ha hecho un ademán, y sin mediar palabra, ha emprendido el camino de regreso. Bueno, vale, soledad, voto de silencio, pero hubiera estado bien un “esto está aquí y esto lo guardo allá…”. Ahora voy a tener todo el tiempo del mundo para averiguarlo.
IX
Mario, hoy tienes la voz un poco tomada… es que la diferencia de temperatura entre la noche y el día empieza a ser tremenda… dentro de nada, apretará el frío… y no lo has tenido en cuenta… no has venido aquí sólo a una vida contemplativa… si te dedicas sólo a contemplar, dentro de unas semanas te quedarás como un carámbano… así que no tienes otra que coger una sierra e ir a cortar todas las ramas secas que se te pongan a tiro, ¿me oyes, Mario?”. “Sí, claro que te oigo. No estoy sordo”. “Pues eso:  Si te quedas tieso que no sea por el frío”.
X
La primera en la frente. Sí. Literal. El anterior inquilino era bajito y pasaba tal cual por el marco de la puerta de la cabaña. Yo, ya sé que no. Las primeras veces el instinto hacía que me agachara. Anteayer, entré con un poco de prisa y AYYYYYYYYYY. Qué golpe, qué (perdón) ostión. Perdí el conocimiento y casi la cabeza. Menudo golpazo de bienvenida. He debido estar varios días grogui. Ahora ya no sé en qué fecha vivo. Por la luz del sol, puede que sea Octubre ya. O Noviembre incluso. El tiempo del calendario se me desdibuja. Menudo principio.
XI
Creo que si hablo conmigo mismo y  me doy conversación no estoy solo del todo. Es como si me hiciera trampa. He decidido pues callarme. Lo que me diga, en adelante, me lo diré pensando.
XII
Desde entonces, miles de pensamientos se me agolpan a la vez. Es como si mi mente se desdoblara una y otra vez. Hay pensamientos que son puro grito dentro de mi conciencia.
XIII
Cantar tampoco vale. "Un libro quedará abierto, una carta sin escribir, de un árbol caerá una hoooja y yo, me alejaré de tiiii....".   La naturaleza que me envuelve no tiene la culpa de lo mal que canto. A partir de ahora, nada de cantar tampoco. Ni un tralará.
XIV
Me dispongo a vivir mi primera primavera en mi retiro voluntario. Oigo voces. MARIOOOOOOO. Me llaman. A mí. Algo gordo ha debido pasar para que vengan a buscarme. Una guerra mundial, un terremoto. Me levanto de la mesa. Salgo a toda prisa. Uppps. Me meto un guarrazo con el marco de la puerta. Son Elías y Alicia, dos de mis nueve hermanos, los que me siguen en orden. Van con un hombre. Qué bueno. Han hecho el esfuerzo de venir hasta aquí para verme. Cómo están los demás. “Muy bien. Te mandan recuerdos”. A mi memoria vienen las calles de Mediavilla, su huerta, los coches por los adoquines de la carretera nacional. Ellos tampoco se andan mucho con rodeos. Hay que arreglar las cosas de los padres. Sacan papeles. Y me piden que firme. Qué es esto. “…nos cedes tu parte a Elías y a mí… todos están de acuerdo… si es que bajaras de nuevo, ya nosotros nos hacemos cargo y te reintegramos lo tuyo”. “No sabes el gasto que nos supone mantenerlo… es preciso poner las cosas en regla”. Les digo que para eso no hacía falta que vinieran. Se encienden. Insisten. No hace falta. No firmo nada. Ellos me dicen de todo. Como cuando éramos pequeños. Según se alejan, al otro, que dicen es un notario, le dicen, “aunque no haya firmado, da igual, usted, ha comprobado, y da fe, que éste no está en su sano juicio… a la vista está dónde ha venido para esconderse…”.
XV
No sé de dónde ha salido el animal ése. Lo que sí sé es que tiene la pata lastimada. Y que ha debido de padecer, porque si trato de acercarme, huye despavorido. “Ven, bicho, ven, que no te voy a hacer daño”. Rompo mi voto de silencio, porque no creo que entienda mis pensamientos. “VEN BICHO, VEN, QUE NO TE VOY A HACER DAÑO”. Bicho me mira con cara de lástima. Me entiende y, a la pata coja, se me acerca sumiso.
XVI
Comparto espacio y comida con Bicho. Me sigue a donde voy. Me rodea agradecido. De dónde habrá salido. Para llegar aquí ya habrá tenido que andar, ya. Corretea bien, sin cojeras aparentes. Me hace compañía. Me-hace-compañía. Me aterro al reparar en eso. No he venido aquí para estar acompañado. Aunque Bicho no sea una persona. Abro la puerta. Ahora es de noche. Estira su cuello. No entiende. Y no sé si lo va a entender. Le hago una seña. “Sal, ve a hacer tu vida”. Remolonea. Lo cojo en brazos. Uffff, cómo pesas, Bicho. Lo llevo hasta la ladera. Lo suelto. “Fussssssss, fusss”. Se queda desconcertado. Y yo respiro hondo. Qué hago ahora contigo. “Déjame solo, Bicho, he venido para eso”. Corro hacia la cabaña, cierro detrás de mí. Espero que, mañana, con la luz del alba, cuando abra de nuevo la puerta, él ya no esté ahí, esperándome.
XVII
La quietud de las ramas. El silencio de los pájaros. Mi instinto me indica que algo no va bien. Igualmente recorro el perímetro de la cabaña. Cuando voy de regreso, UUUUUPPPPP, YA TE TENGO CABRÓN, NO TE MUEVAS. Alguien me ha tirado al suelo de un empujón, me ha inmovilizado y tira de mis brazos hacia atrás. Pienso, ya tiene que tener ganas, ya, el que sea, de venir hasta aquí, quien me quiera robar, con lo poco que yo tengo. “….suéltalo, creo que nos hemos equivocado, Guillermo”. Me ayudan a levantarme. Magullado. Me sacuden el polvo. Por la pinta, me han confundido con el ladrón del Banco Mardebé. Son cinco policías de la secreta. Hombres de Dios. Si hubiera sido yo, no habría venido aquí a gastarme la pasta. “Estas cosas pasan, créame, que es usted una fotocopia del ladrón”. Comparten conmigo unas infusiones, y se despiden ruborizados, disculpándose de nuevo. De nuevo las ramas se mueven, los pájaros cantan como solían y la quietud vuelve alrededor de la pequeña cabaña.
XVIII
No sé si lo he soñado. Un ángel, era un ángel, podría ser un ángel. Bajaba. Y yo me quedaba petrificado. Sin habla. Anonadado. Depositaba una bandeja con alimentos. No quiero ser irreverente, porque cuando me he levantado a por la bandeja, ésta no estaba. No quiero ser irreverente… he venido aquí para estar solo… y no dejo de tener compañía. Podrían ser alucinaciones. Los sedientos que caminan por el desierto ven oasis con palmeras y agua abundante. Yo, que llevo varios días a base de caldo hervido con hierbas que se parecen a los cardos, he visto… a ver si… esas hierbas. La soledad sólo es estar solo, no estar loco.
XVIII
POOOOM, POOOOM, POOOOMMM. “¡Nacitooooo, ¿sales yaaaaa? Llevas mucho rato. ¡¡Necesito entrar!!”. Aguantando el asedio, con los pantalones bajados, levanto la cabeza de mi lectura y contesto: “¿¿Queréis dejarme solo??”.  
(….)
(….)
XXIX
…primer día de clase tras las vacaciones. Algarada general. “Nano, cómo te has estirado, cabrón”, oigo que me dicen al verme. Yo, voy a piñón. Ya veré luego la clase que me toca. Directo a la sala de profesores. Pregunto por Eduardo, el de Historia. Tengo que hablar con él. En mi bolsa, el cuaderno, el cuaderno de Mario. Glup. Si he tenido bemoles para cogerlo, los he de tener para devolverlo. Le diré, “yo no quería… estoy muy, muy arrepentido”. Ahí está. “Eduardo, yo… glup”. Que me expulsen el primer día de clase por ladrón, pero que me defienda un abogado distinto de mi padre… Mi padre es tan duro que seguro me pide doble pena para que escarmiente.
(….)
XL
...desde donde termina el camino rural con más pedruscos del mundo hasta la cabaña del anacoreta hay todavía unos diez kilómetros por una senda desdibujada y cuesta arriba. Sólo se puede subir remontando un barranco, y en esta época preotoñal, donde las hojas amarillean y posan sobre las rocas, discurre el agua de las primeras lluvias. El terreno está mucho más resbaladizo y peligroso.. Me repito lo que le voy a decir cuando lo tenga delante, “lo siento mucho, te devuelvo el cuaderno, yo no tenía mala intención”. Eduardo me tiende la mano. “Eeepp, arriba, arriba”. No tenemos tiempo que perder. Miramos el horizonte. Nos orientamos. Y seguimos adelante, siempre adelante. 
XLI
No hay nadie. Los hierbajos crecen en lo que fue el huerto de tomates. La puerta batea por el viento contra el marco. Sí es una puerta bajita, sí. Yo aún quepo. Un perro baja monte abajo y se planta frente a nosotros, enseñándonos los colmillos. Eduardo blande un palo. “¿BICHO? ¡BICHO, quieto”. Es, no puede ser otro, BICHO. Escucha su nombre y se calma. “Este animal no puede ser malo”. Se hace un lado. Y entramos dentro.  Mario ya no está. Los libros se alinean en el estante tal y como los vi al principio del verano. Un cuaderno nuevo encima de la mesa. Eduardo lo abre. Yo, que todo lo quiero ver, voy detrás. Aquí, sólo dos palabras escritas: “DEJADME SOLO”.

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