domingo, 24 de abril de 2016

Alguien que te esté esperando



SEPTIEMBRE
Siempre llegan los Viernes. Con la sonrisa puesta, a las seis, tic tac, Fran, deja su lupa encima de la mesita de trabajo, apaga el flexo y cuelga la bata azul en la percha. Mientras se desentumece el cuello, suenan casi al unísono los relojes de carrillón que recubren las cuatro paredes de su Relojería. Todos sincronizados. Todos a la venta. Muchos tienen solera. Llevan con él toda la vida. Cuando abre la puerta para salir, Cu-cu, Cu-cu, Cu-cu, Cu-cu, Cu-cu. Es el cucú, que va por libre. Canta una menos y encima se retrasa. A Fran le sale un gesto de contrariedad. Pensaba que ya lo tenía ajustado. Pero ve que no. Da la vuelta a un cartel: “Vengo en cinco minutos”. Sabe que será más, pero bueno. Gira la llave, no baja la persiana. Relojería Palacios. Andando despacio por el piso mojado de la calle Mayor de Gorroperdido, el reloj del campanario da sus cuartos y sus horas. Para las revisiones, el párroco prefiere a cualquier relojero de Mardebé antes que a él. Lo de fuera es que es siempre mejor. Allá el párroco. Fran se sube a su Seat Terra con el asiento trasero bajado. Desengancha el cinturón y lo ajusta. Arranca a la tercera, el motor estaba frío. Y conduce, pueblo abajo, camino de la estación. Son seis kilómetros. Mira el reloj, su casio digital. El tren pasa a las seis cincuenta y siete. Aún falta bastante, pero él prefiere tomárselo con tiempo, y estar ahí, para que cuando su nieto Sergi se apee, vea que sí, que no está solo, que hay alguien que le está esperando.
OCTUBRE
Fran ya lo dijo. Con él, al chico no le faltaría trabajo. Le desentrañaría los misterios del tiempo. No para hacerse rico, sí para vivir dignamente. Pero, ah, amigo, eso son decisiones de los padres. Ahí el abuelo loco no podía meterse. Y los  padres, erre que erre, que el niño estudie en Mardebé. ¿No querían Mardebé? ¡Pues ahí lo tienes al pobrecito, de Lunes a Viernes interno en un colegio! A Fran se le revuelven las tripas. Qué manera de cargarse una infancia. Prefiere dar pasitos, mirar al fondo, donde se juntan los dos raíles de las vías. Prefiere contar las moscas, que todavía abundan y que, aún en Octubre, están más pegajosas que nunca. Prefiere no mirar al reloj parado de la vieja estación. Así está todo en este país. Roto, o parado. Si le dejaran… lo pondría como nuevo. El ruido de unos neumáticos en la grava le sacan de su ensimismamiento. Un R7. Una mujer baja del coche. Le suena su cara. Cree que de la Alquería de  la Cueva. Se cruzan dos “buenas tardes”. Luego, nada. Cada uno espera al mismo tren por su cuenta. Consulta de nuevo el “Casio”, que parece que no anda. Se acelera su corazón. Ya son y cincuenta y cinco. A partir de este momento es cuando su neurona cojonera empieza a martillearle con preguntas. “Y cincuenta y siete y aún no viene. ¿Le habrá pasado algo?”.
NOVIEMBRE
Fran se sube la cremallera de la chaqueta hasta el cuello. Está arrimado a la pared de la estación para guarecerse del cierzo que sopla inmisericorde. Ya es noche oscura. Ya están ahí las luces del R7 que aparca junto a su Terra. Ya está ahí Davinia. La señora de la Alquería. Su hijo: otro chaval que estudia fuera. Ahora sí, se saludan. Con la sonrisa de Viernes. De, “ya vienen los chicos otra vez”. Ella trae una bolsita. “Pasteles de boniato, a Félix le encantan”. Son para que, nada más baje, arramble con ellos. Sí claro, a saber qué comen durante la semana. “Prueba uno”. Él agradece con una sonrisa el ofrecimiento, pero rehúsa. Si son para su niño, son para su niño. Eh, eh, ya escuchan el silbido a lo lejos. Ahí vienen. Arrebujados, acceden al andén. A los pocos segundos, un punto deslumbrante crece con la distancia. A la neurona masoca de Fran aún le da tiempo de enviar un angustiante mensaje: ¿Y si el chico hoy se hubiera despistado y hubiera perdido el tren?  Entre crujidos, el tren para. La estación queda en silencio.  Una puerta en cada vagón se abre. Sergi delante. El otro chico, Félix, ha dicho que se llamaba, detrás. El revisor se asoma y comprueba. Nadie sube. Nadie más baja. Sopla un silbato. El tren responde. Lentamente, chacachá chacachá,  reemprende la marcha. Se aleja un punto rojo hacia el horizonte. De repente para Fran, Davinia ha quedado en un segundo plano. Cuando se van a subir a la Terra, levanta el brazo y les desea un buen fin de semana. Ella responde con una sonrisa. Ya dentro de la Terra, Sergi no puede callarse: “…abuelo… ese tío, ese Félix, créeme, es un auténtico engreído… un capullo de los de verdad”.
DICIEMBRE
Como cada tarde, a las cinco en punto, Fran ha ido a la Relojería Palacios. Los relojes de carrillón le han dado la bienvenida cinco veces. Ha mirado inquisitoriamente también al cucú y… finalmente también, el pajarito puñetero se ha asomado sólo cuatro, una menos que su hora. Pero hoy, de nuevo Viernes, ha abierto sólo para poner el letrero “vuelvo en cinco minutos”. Una hora antes. Después, sin desanudarse la bufanda, ha subido a la Terra. Ha puesto el “estarter”. Ha arrancado a la primera. Y ha enfilado camino de la estación.  Al poco de llegar, por el retrovisor, ha avistado el R7 de Davinia. En el cassette, Luis Aguilé, uh, qué calor, sentado en la playa se está mucho mejor. Todo sugestión, porque fuera hace un frío que pela. Ella sube a la Terra. Trae tres bolsas. Una, la de siempre, para Félix. Otra, para Sergi, si quiere. Y la tercera, tal y como prometió el viernes pasado, es para ellos, para merendar. Con empanadillas de dos clases. Y además, destapa un termo con café bien caliente. Uauhh. Comen en silencio. “no quería decirlo…pero esa música es horrible”, se sincera ella. Al punto la quita, el Aguilé más melancólico empezaba a salir de Cuba. Qué deprisa pasa el tiempo cuando se está bien. En un pispás los chicos están ahí, para pasar las Navidades en casa. Reaparece entonces la neurona cojonera y suelta en el cerebro de Fran que “no es que no tenga ganas de ver a Sergi, pero qué bueno habría sido que hoy, el tren, hubiera tardado un poco más...”. 
ENERO
Cuestión de orgullo. Lo destripó, esparció su mecanismo encima de la mesa y empezó a buscar el motivo del cucú rebelde. Después, con pulso firme volvió a poner cada muelle, cada tornillo en su sitio. Engrasó los resortes. Ahora sí. Funciona al unísono con los relojes de carrillón. Lo ha tenido en pruebas hasta hoy, de nuevo Viernes, primero después de Reyes. Sigue funcionando. Ahora sí. BIEN. A las cuatro, ya ni las cinco siquiera, lo ha envuelto en papel de burbujitas y lo ha metido en una pequeña caja de cartón. Qué desierta la estación de Gorroperdidó. Cómo golpean las contraventanas mal cerradas. El R7 no ha tardado en llegar. Cuando Davinia ha abierto la caja, “Baltasar pasó por mi casa y dejó esto para ti”, no ha podido reprimir un “cielos qué cosa más bonita, muchas gracias”. Él, enrojecido por su timidez, le ha dado cuerda, lo ha puesto en hora, ha contenido el aliento y… Cucú, Cucú, Cucú, Cucú, Cucú: A sus seis de la tarde, el Cucú ha salido sólo cinco veces. 
FEBRERO
Este Viernes atardece tibio para lo crudo que ha sido el invierno. Algunas flores atrevidas brotan en los almendros. Ellos pasean por el andén. Hoy juegan al futuro. Cómo te imaginas tú el año dos mil. Ufff… con lo que queda aún. Quién sabe. Tiene que llegar que los chicos nos avisen con mensajes de si salen en hora. Davinia concede. Tiene que llegar que los chicos lleven un teléfono en el bolsillo y nos llamen. Fran asiente. Tiene que llegar que hasta nos envíen fotografías en tiempo real. Ahí es cuando de nuevo aparece la neurona cojonera de Fran. Los chicos ya no vendrán al pueblo. Yo seré un viejo. Estaré achacoso. Y esta vía de tren la habrán quitado por deficitaria. Davinia le frena en seco. “Vamos a hablar de otra cosa”. Dan media vuelta, dirección sur, por donde tiene que llegar el tren de Mardebé. Y ya no sueltan ni media en lo que queda de tarde.  
MARZO
Fran mira, mira y mira más. No viene. Da vueltas en círculo alrededor de la Seat Terra. Hasta parece que se mueve el reloj parado de la estación. Llega a su hora, silbando, el tren. Como cada día. Pero Fran sigue mirando la carretera. No ha venido. Es verdad, ahora recuerda, que la semana pasada ella no se encontraba bien. Será… habrá pasado algo. Resopla la locomotora. Bajan. Del principio del convoy, Sergi. Del final, Félix. Como siempre, viajan juntos pero sólo se encuentran al final. Un abrazo a Sergi. Mientras, Fran ve cómo Félix se queda aturdido. No la ve. No está. No ha venido. Lo siguiente, es echar a andar. Fran lo llama: “¡Félix!”. Aquel se detiene. Se gira. “Ven con nosotros”. Entre dientes, Sergi le espeta, pero qué haces abuelo, dónde vamos nosotros con ese capullo. Aquél duda. Se decide. Y lo agradece. Por primera vez, y mira que está avanzado ya el curso, los dos viajeros que siempre se dan la espalda, comparten asiento. El de la furgoneta del relojero.
ABRIL
No se lo habían dicho hasta el último momento porque pensaban que se lo tomaría a mal. Joder, pues claro que se lo tomaba a mal. Por tres motivos. Por haber decidido abandonar Gorroperdido para probar suerte en Mardebé. Por habérselo dicho en el último momento. Y porque se llevaban del todo a Sergi. Se le hincharon las venas de la ira. Pero se contuvo aún a riesgo de que le reventaran. Contó hasta cien con uno de sus relojes digitales. Luego, imploró. Por dinero no iba a ser. Ahí estaba él para ayudarles en lo que fuera menester. “Quedaos, quedaos…”. Ha sido en vano. Esta tarde, su hija y su yerno se han marchado. Él no ha salido a la puerta a despedirles. Ha colgado el letrero en la Relojería Palacios “vuelvo en cinco minutos”. Y aún ahora está ahí dentro, ahogándose en sus lágrimas y en un mar de tic tac de cientos de relojes.
MAYO
Ni la Relojería, ni sus relojes, ni él mismo se paran. Fran sigue mirando con su vieja lupa, manteniendo su pulso firme, mientras aprieta tornillos micrométricos. Incluso esta mañana ha entrado el cura para preguntarle si no le echaría él un vistazo al reloj del campanario. Se ha sentido entonces como el último relojero vivo en el planeta. Ahora no hay manera. Es Viernes y su neurona cojonera está disparada, “vete, vete, vete”. Es Viernes y se acercan las seis. Qué va a hacer. Qué. Resuenan los relojes de carrillón en la Relojería. Hasta cree escuchar al viejo cucú que sólo se asoma cinco veces en el hueco que dejó en la pared. Eso es la puntilla. Ahí sí que sí. Se levanta, deja caer su bata azul encima de la silla, cuelga el letrero “vuelvo en cinco minutos”, y sale en tropel, a lo que dan sus rodillas. La Terra arranca a la primera. Derrapa en la segunda curva, lo que le recuerda que no está en un rally, sino en llegar a la estación, seis kilómetros abajo. Luis Aguilé en el cassette, cielo santo, es una lata el trabajar. Frena en la grava. La estación, como siempre a estas horas, es un desierto. Ha llegado antes. Mira por el retrovisor. Mira al frente. No tarda en escuchar el ruido del R7. Fran se queda paralizado. “¿Qué haces tú aquí?”, pregunta con asombro Davinia. Hay una emoción disparada en el ambiente. Lo siguiente, mientras se acerca el tren en el que vendrá sólo Félix, es un abrazo. Y en los segundos que dura el abrazo, su neurona cojonera no para: “que lo sepa, que lo sienta, que no está sola, que en ti tiene a alguien que la está esperando”.



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