lunes, 4 de mayo de 2015

Vamos a tener un mañana



I
Comprobado. Los ruidos de la noche se silencian durante el día. El trocotroc de los neumáticos al rodar por el asfalto agrietado de la calle. El clac-clac apresurado de los zuecos de las enfermeras sobre el suelo abrillantado de este hospital. El piiiiiiiiiiiii de los timbres de los avisos. Las voces en el pasillo. Y mi respiración agitada que cuenta las horas en este compás de espera. Mira que pongo después atención para distinguir neumáticos, zuecos, timbres y voces… pero estos decibelios deben de tener algo de vampíricos, porque se diluyen y desaparecen con la claridad del alba. Sólo los escucho, por supuesto para no dejarme dormir, cuando regresan las sombras.

II
Presentarse así no era la mejor manera. Yo hubiera elegido algo más “casual”. Si me apuras, hasta me hubiera puesto la chaqueta gris marengo que guardo en mi fondo de armario, la que primero me ponía en las bodas, y después en las comuniones. Ahora intento aparentar la mejor apostura. Miro hacia un lado del corredor, hacia el otro. Se me antoja que voy a cruzar una autopista con muchos carriles y no un simple pasillo y que me van a atropellar antes de alcanzar la otra orilla. Cuando supe que seríamos dos los que íbamos a pasar por el taller, me entró una curiosidad tremenda. Tomo aire desinfectado. Me miro de nuevo en el espejo, a ver qué pinta tengo. Bueno… he tenido tiempos mejores. TOC, TOC. Antes de abrir la puerta y preguntar si se puede, reviso los botones para que no estén descuadrados, como casi siempre. Los de mi uniforme, los de mi pijama azul claro deshilachado. Alguien, dentro de la habitación, estira el cuello para verme. Ejem. Tartamudeo cuando me presento y me encuentro con esa chica tan guapa. Me parece increíble que le esté pasando lo que a mí. Además, quedo fatal… lo único que se me ocurre decirle es: “Hola, yo soy el otro conejillo de indias”.

III
Ahora comparto música, lectura y conversación con Eulalia. De todo, me quedo con lo último. Y eso que somos de pocas palabras, de muchos “hm, hm”, de algunos “noes”. Se nos escapan de tanto en tanto unas sonrisas que, en mi caso, yo creía perdidas y olvidadas. Padecer lo mismo nos hace más iguales, entendernos mejor. “¿A qué crees que esperan?  ¿Por qué nos tendrán tanto tiempo con pruebas y más pruebas?”. Yo tengo una teoría. La doctora que nos ha de intervenir está aguardando su mejor momento. Su mejor pulso. Y éste tiene que llegar con la próxima luna llena. “…eres un poco lunático tú”. Sí. Un poco. Luego ella se ensombrece. Y su tristeza me rompe el alma. Mi voz entonces sale en un susurro: “…no tengas miedo… Estamos en las mejores manos, en el mejor sitio… Y vamos a tener un mañana”. Luego me giro, agacho la cabeza y me retiro para que mis palabras de ánimo no se derrumben con la cara de acojonado que se me ha puesto.

IV
Me cuesta un esfuerzo terrible. Pero abro los ojos. Oigo voces. Veo sombras. Siento frío. Dónde estoy. ¿Y Eulalia? “Todo bien”, escucho. Me dejo llevar. Empiezo a entender. Ya estamos pues en nuestro mañana.

XXX
Ahora vivimos bajo el mismo techo. El mismo techo, la misma cama y el mismo botiquín. Prometimos cuidarnos. Nos miramos con buenos ojos. Nos regañamos si intentamos saltarnos alguna pauta en la rehabilitación. Y nos animamos si nos sentimos decaídos. Ahora por ejemplo. Acabo de llamar a su puerta, toc-toc, “¿se puede?”. Y Eulalia, al verme, se ha tronchado. Qué pasa. “Quítate eso… pareces una morcilla”. Me desconcierta su risa. No me imaginaba yo así este momento tan buscado y esperado. Bueno, vale, me apretará un poco, estaré un poco más relleno, pero no me sienta tan mal mi chaqueta gris marengo.

XL
La doctora Milagros nos mira complacida mientras imprime el informe con nuestra alta médica. “He hecho un buen trabajo con vosotros”. Eulalia y yo torcemos un poco el gesto. A mí no me acaba de convencer. Le pregunto de nuevo. Y su respuesta invariable es: “La batería que lleváis es la misma”. Lo repite y lo asegura, toda convencida. Pero lo cierto es que nuestros ritmos son completamente distintos. Yo necesito disipar energía desde que me levanto. Tengo que pedalear, correr, levantar pesas para encontrarme bien. Después me quedo fundido a eso de las seis. Agotado. Ella, que va a su velocidad,  nunca muestra cansancio. Por qué mi corazón arde rápido como la pólvora y el suyo lento como la cera de una vela. La especialista me escucha sin pestañear. Luego se quita sus gafas y nos pregunta: “¿vosotros qué vidas llevabáis antes de todo esto?”. Mmmm. Caemos en que eran así, como lo empiezan a ser ahora. Completamente distintas. También nos percatamos del pequeño temblor en la mano con que nos tiende los sobres con los respectivos papeles. Eulalia me apunta entonces: “…es que hoy había luna nueva”.

L
Comprobado. Los ruidos de la noche se silencian durante el día. El canto de la lechuza. La trova insistente del grillo. El ulular del viento. Las risas de mis compañeros en torno al fuego de campamento. Mi respiración agitada dentro de esta tienda de campaña mientras pienso en ella. Todos estos decibelios se ponen ahora de acuerdo para no dejarme dormir, por supuesto. Y, cuando despunte el alba e iniciemos la escalada, se disiparán. Pero sea de día o sea de noche, seguiré pensando en ella, seguiré pensando en que estamos teniendo un mañana, pero cada uno el suyo.

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