lunes, 8 de diciembre de 2014

Mi mano izquierda


I
Que se lo digan a Hachete. Las carreteras pueden hacerse más largas y las pendientes más pronunciadas sin añadirles un solo gramo más de asfalto. Antes, le bastaban unas pedaladas firmes y sostenidas, para ascender hasta las “casitas de fuera”. Ahora, ha tenido que desistir. Se queda sin fuelle. Las piernas le tiemblan al primer repecho. El camino se hace interminable. Nunca llega. Y, hace poco, la rodilla le hizo “crock”. A quién se le ocurriría poner esas siete casitas, como las de los siete enanitos, tan apartadas del casco urbano de Gorroperdido. A quién. Y lo malo es que no hay día que no tenga una o dos cartas para repartir allí. Hachete las deja para el final. Casi hacia las dos de la tarde. Y aunque no le pagan la gasolina, por mucho que lo exigió en la central de correos, él se sube a su Gordini rojo burdeos, pone los sobres matasellados en el asiento del copiloto, y asciende en segunda, porque en tercera se cala el motor, hasta que remonta los cinco kilómetros de la dichosa subida. Freno de mano, con la marcha atrás para que el coche no se rule. Aún tiene que subir veintiséis escalones más hasta llegar a la entrada. Toc, toc, con los nudillos, porque no hay timbre. “¡Carteroooooo!”, dice jadeante. Si abren, saluda y entrega en mano. Si no, por debajo de la puerta, y en paz. Allá arriba, se escucha el silencio. El mimbreo de las hojas en las ramas. “¡Señor, señor!”,  le llaman desde la puerta cuatro. Él se gira. Es la señora de la capi. Denota ansiedad en su rostro. A él le toca decir que no, que para la cuatro no hay nada. Sombra y decepción cuando ella desaparece tras la persiana. Hachete se sacude la manos y se duele del hombro, por la correa de la bandolera. Basta por hoy. Desciende de nuevo los escalones. Aún tiene que organizar todo el correo que, desde aquí, irá a cualquier parte del mundo.

II
Hoy no ha tenido tiempo ni de subir los veintiséis escalones. La señora de la capi le ha abordado. En un segundo, con su “hoy tampoco”, le ha hecho pasar de la esperanza a la decepción. Antes de que ella desaparezca, Hachete utiliza su repertorio de razones: “…correos últimamente va muy mal, no se moderniza, no ponen los medios… hay veces que una simple carta de Mardebé tarda diez días...”. Ella le escucha, apretando los labios, con brillo en los ojos. Él se sube al Gordini desazonado. Cómo le gustaría repartir buenas noticias a aquellos que las esperan desesperadamente.

III
Un vahído. Una bajada de tensión. Un corte de digestión. Un algo. El caso es que, subiendo el décimo escalón, se ha tenido que sentar. Qué mareo. Lo siguiente que recuerda es que ella, la señora de la capi, le está haciendo aire con un abanico, le sacude, y le llama a voces. Ya, ya. No es nada. Bebe un sorbo. Qué tonto. Se quedan sentados. Vuelve en sí. Hablan. “Hoy tampoco, ¿verdad?”. “Sí, hoy tampoco”. Entonces se entera un poco. Que ella se llama Sandra Güell, que está ahí por prescripción médica. Que tiene que hacer una cura de reposo. Que quien se quedó en Mardebé le prometió escribirle. Pero que, de momento, nada. Él se incorpora. Se sacude el trasero del pantalón. Respira hondo. “Este aire, la mejor medicina”. Agradece la ayuda. “Ya estoy bien”. Intenta subir los dieciséis escalones que quedan,  lleva un paquete que pesa un huevo para la puerta seis. “Déjemelo, ya lo subo yo”. Él se lo tiende. “Gracias de nuevo”. Titubeante, baja hacia el Gordini. Cachis. Se dejaría caer en el asiento del coche para terminar de recuperarse. Pero como ve que, desde arriba, ella no le quita ojo, baja la ventanilla, saca su brazo despidiéndose, con aplomo, arranca, y enfila cuesta abajo de vuelta a Gorroperdido.

IV
Hoy ella le estaba esperando al pie de la última escalera, para que él no la tuviera que subir. Nada para la puerta cuatro. Han estado hablando bajo la sombra de una acacia. Él apoyado en el capó. Ella sentada en los primeros escalones. Antes de bajarse, pasaban de las tres de la tarde, le ha tenido que repetir diez veces que se encontraba bien, bien, perfecto. Aunque no fuera cierto del todo.

V
Viernes. Hachete ha hecho sonar el claxon. PIIIIII, PIIIIIII, PIIIIII ¡Carterooooo! Toda la comunidad de las “casitas de fuera” se ha asomado por sus ventanas. Él sólo quería que saliera ella al balconcillo. “¿Sandra Güell? ¡Carta de Mardebé!”. Uaaaaa. Un grito. Uaaaa. Un bajar de dos en dos. Uaaaa, uaaaaa. Por fin. Por fin. Una sonrisa. A Hachete le entra un escalofrío. Se rasca el cogote, debajo de su gorra. Se queda mirando cómo ella, le arranca el sobre y desaparece detrás de la puerta. Luego, con un suspiro, vuelve para abajo. Se había dejado el Gordini con la puerta abierta y el motor en marcha.

VI
“¿Sabes, Hachete? ¡Koldo no me escribía porque se había machacado los dedos con una puerta…! Tiene para un tiempo… y para que no me preocupara más, me ha escrito con su mano izquierda… de ahí esa letra tan desastrada que yo no reconocía… Son cuatro renglones… pero yo no necesitaba más que saber de él”. Le tiembla un poco la voz a la señora de la capi, cuando le explica esto al cartero de Gorroperdido. Él, con la boca entreabierta, afirma, “ah… era por eso, ya sabía yo que tenía que ser por causa mayor, ya lo sabía”.

VII
Chuzos de punta. Cielo cerrado. Llueve hacia todos los lados. El limpia no da abasto. Las ruedas del gordini se hunden en el fango. Poca broma cuando hay tormenta en Gorroperdido. En los barrancos baja el agua de parte a parte. Freno de mano. Hachete se sube el cuello de la chaqueta. Apagón. Los veintiséis escalones resbalan. Tooccc, toooooc. Golpea en la puerta cuatro. Ella, tras los cristales se asoma. “¡Qué locura, venir en un día como hoy!”. Eso piensa él. Qué locura. Le abre. El agua entra jarreando. Sus pasos son un puro choooof, choooof. Sandra busca una toalla. Caen gotas por la frente. Resbalan por las orejas. Por el mentón. La ropa está calada. Ella corre a la cocina para calentar café. Vuelve con una cafetera humeante. Hachete está empapado. Tirita. Registra sus bolsillos. Y saca un sobre, una carta. ¡Completamente seca!. “Para la señora Sandra Güell”, dice satisfecho. Luego, acerca la taza a sus labios y da un sorbito que, en el paladar, le sabe a gloria.

VIII
“¿Y a ti por qué te llaman Hachete?”. Él ha aceptado hoy también un café. “…todo el mundo en el pueblo tiene un mote… y a mí me llaman así desde pequeño… Me lo puso un maestro porque nunca, nunca he puesto ninguna hache en lo que escribo…”. “Ay, Hachete, Hachete…”, repite la señora de la capi. El cartero recoge su petate, deja la carta para Sandra Güell, de Koldo Prim, agradece de nuevo el café, y hoy, como es Viernes, se despide hasta el Lunes que viene. Aún estará bajando los veintiséis escalones. Aún no habrá subido a su viejo coche rojo burdeos. Ella abre el sobre. Y lee, en un susurro… “Queridisíma Sandra: Disculpa no te aya escrito antes…”.

IX
Los destellos de unas sirenas naranjas y azules rasgan las copas de los árboles en la carretera a las Casitas de Fuera. El cable de la pluma de la grúa se tensa cuando trata de enderezar un amasijo de hierros aplastados en el fondo del barranco de Locú. Irreconocible el modelo de coche. Donde los focos apuntan, se adivina un resto rojo burdeos. Esparcidos, aquí, allá, papeles. Pimientos. Melones. “…por lo visto, señor alcalde, fallaron los frenos…”, se escucha decir al guardia civil. Nadie cree lo que ha pasado. Nadie cree nunca lo que pasa cuando pasa algo.

X
Auuup, auuuup, auuup. Jano, el nuevo cartero arrima la bicicleta a la acacia. Una gota de sudor perla su mejilla. Luego, de tres en tres, arriba con los escalones de la entrada de las casitas de fuera. Toooooc, toccccc. ¡Carteroooooo! Carta para la señora de la capi, en la puerta cuatro. Remite, “Tu Koldo”. Ella le abre, recoge el sobre y le da una propina. Por el esfuerzo. Sandra Güell deja la carta encima de la repisa de la chimenea. Encima hay unas cuantas más. Sin tocar. Se acerca a la ventana. Desde ahí ve cómo el cartero nuevo desciende sin pedalear de vuelta al pueblo. Respira hondo. Muy a su pesar, se encuentra ya casi bien. Murmura: “Este aire, la mejor medicina”. Tiempo para regresar a Mardebé. Se le escapan unas lágrimas. Echa de menos, y mucho, aquellas cartas que recibía escritas con la mano izquierda.

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