domingo, 23 de noviembre de 2014

El Vigilante Cívico


I
Cuando Iris me propuso venirme a Gorroperdido, supuse que con mi currículum, encontrar aquí trabajo sería relativamente fácil. Error. Porque pasan las semanas lentamente. El “ya te diremos algo” es una frase que tengo grabada en mi frente. Y ahí estoy yo de ocupa. En su casa. Pongo voluntad en todo lo que hago. He cuidado ovejas y se me han perdido algunas. He tomado nota de los platos como quien copia apuntes en clase y los cocineros no han entendido mi letra. Ahora me sabe mal sentarme en esta cafetería. Porque pagará ella. Me rasco la cabeza. Me doy por vencido. “Me vuelvo a Mardebé”, resuelvo con la voz tomada. “Si te vas, Baudelio…”, responde ella, “…no vas a volver”. No abrimos más la boca. Pero lo que es aquí, mi panorama laboral está oscuro muy oscuro, casi negro. 

II
Ha sido el padre de ella quien, al verme preparar la maleta, me ha sugerido que me pasara por el Ayuntamiento que, aunque a su hija no le hace mucha gracia, hay una plaza de vigilante cívico… vacante desde hace cinco años. ¿Vigilante Cívico? ¿Vacante? No me cuadra. Aquí hay lista de aspirantes hasta para el puesto de enterrador, números clausus para los limpiadores de purines… ¿cómo es que un empleo de vigilante cívico no está cubierto? Con el “no” por delante, y para que no quede, dejo la maleta abierta y me acerco para preguntar. 

III
Rumio. Me interesa o no me interesa. No cualquiera vale. Gorroperdido tiene a gala ser un pueblo ejemplar. En todo. Lo suyo cuesta conseguirlo. Y sus autoridades no dudan: no se puede bajar la guardia. Hay que vigilar que todo esté como corresponde. El vigilante tiene que ser ejemplar, que para eso le otorgan autoridad sancionadora. Y tiene que asumir que, cumpliendo con su misión, puede caer mal, muy mal entre los vecinos. Al último que hubo lo descalabraron. Por eso dimitió. Aún no se sabe quién fue. El secretario levanta la mirada y con el pliego de condiciones en la mano me pregunta de nuevo: “¿Vas a presentarte?”. Uffff. Tengo un lío. No sé si me interesa o no me interesa. 

IV
Ha corrido la voz como la pólvora. Gorroperdido tiene, después de un lustro, de nuevo un Vigilante Cívico: “Baudelio el de Mardebé”.  Nadie me da la enhorabuena. Me miran con recelo. A Iris tampoco la veo muy feliz. El puesto no tiene dotación económica. Las cuentas claras. Me llevaré un porcentaje inversamente proporcional al número de multas, porque la corporación entiende que si no multo es porque se ha conseguido el objetivo, o sea,  extinguir al infractor. Me llevo a casa de Iris el “Libro de las Normas”. Es un mamotreto de mil páginas. No sabía la de cosas que no se pueden hacer en este pueblo. Pero, por la cuenta que me trae, en cuestión de horas, me pongo las pilas, y lo recito en sánscrito si hace falta.
 
V
¡Yeeeeep! Doy el alto a Cesco, el de la Cestería. Acaba de tirar una lata al suelo. Lo siento. La acción posterior de recogerla ya no enmienda la infracción. Receta al canto. Se la doy. No la firma. Se acuerda de mi familia. Y dice que la va a pagar Rita la Cantaora. Le advierto que estoy a buenas, porque si no,  sigo con el recetario. Entiende. Se calla. Me doy la vuelta. Yo sigo patrullando calle arriba calle abajo. 

VI
Los perros son un filón. Bueno, ellos no: sus dueños. Al amanecer. Al caer la tarde. Por el tamaño de los chapapotes evacuados ya me hago una idea de su procedencia. Y mira que el pueblo no es muy grande, que sólo con andar unos cien metros, el campo abierto es extenso… Cuando les doy el alto, he de tener especial cuidado para que no me muerdan, ellos no: los dueños. Mientras, en el ayuntamiento se frotan las manos. Con lo que llevo recaudado, este año da para dos verbenas de la Orquesta Veneno en lugar de una sola. 

VII
Parecía que con esto se podría vivir. Los primeros días arrasé. Pero a partir de la segunda semana… todos los vecinos se han vuelto escrupulosamente perfectos. Paseo y paseo mirando aquí y allá sin haber abierto el talonario en toda la jornada. Eso me obliga a esforzarme más. Los veo. Sé que están ahí, en el banco. Sigilosamente me acerco. Él se acerca a ella. Hablan en un susurro. Ahora van a besarse. Pero antes, en un clinc, da una última calada y tira la colilla al suelo. “¡TATE!¡TE PILLÉ!”.  Salto y aparezco desde detrás del seto. Ella da un grito taquicárdico. La multa no se la quita nadie. Pillados. Aunque sean las dos de la madrugada y yo haya tenido que alargaaaaaaar mi horario laboral para sorprenderlos in fraganti. 

VIII
Hay un aluvión de quejas en la Alcaldía contra el Vigilante Cívico. Dicen que esto es un no-vivir. El ayuntamiento, de puertas afuera, promete estudiar el caso y tomar cartas en el asunto. De puertas adentro, el alcalde Casto, me acaba de dar palmaditas en la espalda. “Cuánta falta nos hacía un tipo como tú, Baudelio”. 

IX
Todo está aparentemente perfecto, inmaculado, limpio, en su sitio. Es mi objetivo. Pero tampoco me alegro mucho. Porque mi salario se esfuma. No sé si ha valido la pena. Ahora la gente me huye en cuanto me ve. Y lo que más me fastidia es que abren el círculo y también huyan de Iris. A ella que no la metan en esto. Que la tomen conmigo, aunque yo me limite a cumplir con mi deber. 

X
Decía que si me ven, desaparecen. ¿Conclusión? Que no me vean. Que yo no parezca yo. Compro pelucas rubias, morenas, rizadas. Maquillaje. Trajes rimbombantes. Me lanzo a la calle. Irreconocible. De nuevo me pongo morado a multas. ¿Quién se va a esperar que ese guiri que pasea despistadamente es el Vigilante Cívico camuflado? Nadie. 

XI
Me estaba frotando las manos para que llegara el Domingo. Ése es el día que vienen las excursiones con los turistas de Mardebé. Menudo filón. Autobuses y autobuses. Los someto a un marcaje estricto. Vienen incivilizados. Se creen superiores. Van listos. Vuelvo al ayuntamiento con los abultados resguardos de las sanciones a recoger otro talonario. El secretario, alarmadísimo, me advierte: “¡Baudelio, por favor, no, no! ¡A éstos no los toques… que nos cierras el grifo…!”. Me quedo contrariado. Yo siempre había pensado que el civismo tiene que ser para todos, no para unos pocos. 

XII
Pago yo el café. Ahora puedo hacerlo. Iris me mira. Está seria. “Has cambiado, Baudelio”. “¿Quién? ¿Yo?”. Me observo en el reflejo de la cristalera. Soy el mismo. Y no me he ido. Me he quedado aquí en Gorroperdido. Tenemos un porvenir por delante. Le cuento con entusiasmo que he sugerido que en el próximo pleno amplíen conceptos cívicos: que delimiten la calle sin palabrotas… cada taco cincuenta euros; la calle recatada… camisetas sin mangas a cien euros… Noto que Iris no me entiende. “Baudelio… ¡ESTÁS COMO UNA REGADERA!”. Miro mi medidor de decibelios. Estamos en una zona acotada como acústicamente saturada. “70”, le digo. “Lo siento, cariño… pero no puedo hacer excepciones con nadie…”. Extraigo mi recetario nuevo formato. Sí, la encuentro muy, muy distinta. No entiendo cómo puede decir ella que yo he cambiado. 

XIII
Silencio en la tarde. Vuelvo de nuevo sobre mis pasos. Paseo por un pueblo fantasma. No veo a nadie paseando. Ni siquiera moscas revoloteando. Hoy pasaré la mano por la pared. Una voz conocida me llama. Me giro. CLOOOOOOOOC. Una maceta revienta en mi cabeza. Estrellas tiene el firmamento. Veo rodar los trocitos. Me voy al suelo yo también. Entre una nebulosa veo, sin distinguir, un montón de gente. De dónde han salido todos estos ahora. Oigo que preguntan: “¿Le has dado bien, hija?”. Y oigo que contestan: “…padre, más fuerte que al otro la otra vez, un poco más fuerte”.

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