I
Cuando Iris me propuso venirme a Gorroperdido,
supuse que con mi currículum, encontrar aquí trabajo sería relativamente fácil.
Error. Porque pasan las semanas lentamente. El “ya te diremos algo” es una
frase que tengo grabada en mi frente. Y ahí estoy yo de ocupa. En su casa. Pongo
voluntad en todo lo que hago. He cuidado ovejas y se me han perdido algunas. He
tomado nota de los platos como quien copia apuntes en clase y los cocineros no
han entendido mi letra. Ahora me sabe mal sentarme en esta cafetería. Porque
pagará ella. Me rasco la cabeza. Me doy por vencido. “Me vuelvo a Mardebé”,
resuelvo con la voz tomada. “Si te vas, Baudelio…”, responde ella, “…no vas a
volver”. No abrimos más la boca. Pero lo que es aquí, mi panorama laboral está
oscuro muy oscuro, casi negro.
II
Ha sido el padre de ella quien, al verme preparar
la maleta, me ha sugerido que me pasara por el Ayuntamiento que, aunque a su
hija no le hace mucha gracia, hay una plaza de vigilante cívico… vacante desde
hace cinco años. ¿Vigilante Cívico? ¿Vacante? No me cuadra. Aquí hay lista de
aspirantes hasta para el puesto de enterrador, números clausus para los
limpiadores de purines… ¿cómo es que un empleo de vigilante cívico no está
cubierto? Con el “no” por delante, y para que no quede, dejo la maleta abierta
y me acerco para preguntar.
III
Rumio. Me interesa o no me interesa. No cualquiera
vale. Gorroperdido tiene a gala ser un pueblo ejemplar. En todo. Lo suyo cuesta
conseguirlo. Y sus autoridades no dudan: no se puede bajar la guardia. Hay que
vigilar que todo esté como corresponde. El vigilante tiene que ser ejemplar,
que para eso le otorgan autoridad sancionadora. Y tiene que asumir que,
cumpliendo con su misión, puede caer mal, muy mal entre los vecinos. Al último
que hubo lo descalabraron. Por eso dimitió. Aún no se sabe quién fue. El
secretario levanta la mirada y con el pliego de condiciones en la mano me
pregunta de nuevo: “¿Vas a presentarte?”. Uffff. Tengo un lío. No sé si me
interesa o no me interesa.
IV
Ha corrido la voz como la pólvora. Gorroperdido
tiene, después de un lustro, de nuevo un Vigilante Cívico: “Baudelio el de
Mardebé”. Nadie me da la enhorabuena. Me
miran con recelo. A Iris tampoco la veo muy feliz. El puesto no tiene dotación
económica. Las cuentas claras. Me llevaré un porcentaje inversamente proporcional
al número de multas, porque la corporación entiende que si no multo es porque
se ha conseguido el objetivo, o sea,
extinguir al infractor. Me llevo a casa de Iris el “Libro de las Normas”.
Es un mamotreto de mil páginas. No sabía la de cosas que no se pueden hacer en este
pueblo. Pero, por la cuenta que me trae, en cuestión de horas, me pongo las
pilas, y lo recito en sánscrito si hace falta.
V
¡Yeeeeep! Doy el alto a Cesco, el de la Cestería.
Acaba de tirar una lata al suelo. Lo siento. La acción posterior de recogerla
ya no enmienda la infracción. Receta al canto. Se la doy. No la firma. Se
acuerda de mi familia. Y dice que la va a pagar Rita la Cantaora. Le advierto
que estoy a buenas, porque si no, sigo
con el recetario. Entiende. Se calla. Me doy la vuelta. Yo sigo patrullando
calle arriba calle abajo.
VI
Los perros son un filón. Bueno, ellos no: sus
dueños. Al amanecer. Al caer la tarde. Por el tamaño de los chapapotes
evacuados ya me hago una idea de su procedencia. Y mira que el pueblo no es muy
grande, que sólo con andar unos cien metros, el campo abierto es extenso… Cuando
les doy el alto, he de tener especial cuidado para que no me muerdan, ellos no:
los dueños. Mientras, en el ayuntamiento se frotan las manos. Con lo que llevo
recaudado, este año da para dos verbenas de la Orquesta Veneno en lugar de una
sola.
VII
Parecía que con esto se podría vivir. Los primeros
días arrasé. Pero a partir de la segunda semana… todos los vecinos se han
vuelto escrupulosamente perfectos. Paseo y paseo mirando aquí y allá sin haber
abierto el talonario en toda la jornada. Eso me obliga a esforzarme más. Los
veo. Sé que están ahí, en el banco. Sigilosamente me acerco. Él se acerca a
ella. Hablan en un susurro. Ahora van a besarse. Pero antes, en un clinc, da
una última calada y tira la colilla al suelo. “¡TATE!¡TE PILLÉ!”. Salto y aparezco desde detrás del seto. Ella
da un grito taquicárdico. La multa no se la quita nadie. Pillados. Aunque sean
las dos de la madrugada y yo haya tenido que alargaaaaaaar mi horario laboral
para sorprenderlos in fraganti.
VIII
Hay un aluvión de quejas en la Alcaldía contra el
Vigilante Cívico. Dicen que esto es un no-vivir. El ayuntamiento, de puertas
afuera, promete estudiar el caso y tomar cartas en el asunto. De puertas
adentro, el alcalde Casto, me acaba de dar palmaditas en la espalda. “Cuánta
falta nos hacía un tipo como tú, Baudelio”.
IX
Todo está aparentemente perfecto, inmaculado,
limpio, en su sitio. Es mi objetivo. Pero tampoco me alegro mucho. Porque mi
salario se esfuma. No sé si ha valido la pena. Ahora la gente me huye en cuanto
me ve. Y lo que más me fastidia es que abren el círculo y también huyan de
Iris. A ella que no la metan en esto. Que la tomen conmigo, aunque yo me limite
a cumplir con mi deber.
X
Decía que si me ven, desaparecen. ¿Conclusión? Que
no me vean. Que yo no parezca yo. Compro pelucas rubias, morenas, rizadas.
Maquillaje. Trajes rimbombantes. Me lanzo a la calle. Irreconocible. De nuevo
me pongo morado a multas. ¿Quién se va a esperar que ese guiri que pasea despistadamente
es el Vigilante Cívico camuflado? Nadie.
XI
Me estaba frotando las manos para que llegara el
Domingo. Ése es el día que vienen las excursiones con los turistas de Mardebé.
Menudo filón. Autobuses y autobuses. Los someto a un marcaje estricto. Vienen incivilizados.
Se creen superiores. Van listos. Vuelvo al ayuntamiento con los abultados
resguardos de las sanciones a recoger otro talonario. El secretario,
alarmadísimo, me advierte: “¡Baudelio, por favor, no, no! ¡A éstos no los
toques… que nos cierras el grifo…!”. Me quedo contrariado. Yo siempre había
pensado que el civismo tiene que ser para todos, no para unos pocos.
XII
Pago yo el café. Ahora puedo hacerlo. Iris me
mira. Está seria. “Has cambiado, Baudelio”. “¿Quién? ¿Yo?”. Me observo en el
reflejo de la cristalera. Soy el mismo. Y no me he ido. Me he quedado aquí en
Gorroperdido. Tenemos un porvenir por delante. Le cuento con entusiasmo que he
sugerido que en el próximo pleno amplíen conceptos cívicos: que delimiten la
calle sin palabrotas… cada taco cincuenta euros; la calle recatada… camisetas
sin mangas a cien euros… Noto que Iris no me entiende. “Baudelio… ¡ESTÁS COMO
UNA REGADERA!”. Miro mi medidor de decibelios. Estamos en una zona acotada como
acústicamente saturada. “70”, le digo. “Lo siento, cariño… pero no puedo hacer
excepciones con nadie…”. Extraigo mi recetario nuevo formato. Sí, la encuentro
muy, muy distinta. No entiendo cómo puede decir ella que yo he cambiado.
XIII
Silencio en la tarde. Vuelvo de nuevo sobre mis
pasos. Paseo por un pueblo fantasma. No veo a nadie paseando. Ni siquiera moscas
revoloteando. Hoy pasaré la mano por la pared. Una voz conocida me llama. Me
giro. CLOOOOOOOOC. Una maceta revienta en mi cabeza. Estrellas tiene el
firmamento. Veo rodar los trocitos. Me voy al suelo yo también. Entre una
nebulosa veo, sin distinguir, un montón de gente. De dónde han salido todos
estos ahora. Oigo que preguntan: “¿Le has dado bien, hija?”. Y oigo que
contestan: “…padre, más fuerte que al otro la otra vez, un poco más fuerte”.
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