I
Pensaba que me escapaba. Que en esta clase de
Educación Física, después de los estiramientos, después de dar quince vueltas
al campo de fútbol trotando y dejarnos sin aliento, don Gervasio, el de
gimnasia, ya nos mandaba directos a la ducha. Pero quiá. Acaba de señalar a la
cuerda y a mí me han entrado todos los males. Desde retortijones hasta calambres.
Guido me pregunta, “¿…pero qué te pasa, Gabino?, ¡estás pálido!”. Me rehago, saco pecho, no quiero que se me
note nada. De uno en uno, en fila, van cogiéndose, aupp, auppp, se izan con los
brazos, amarran con los pies, y suben, suben. Parece fácil. Me fijo. Es
cuestión de maña. Jopeta, hasta Lucila se encarama, la cuerda se tensa que
parece que se vaya a romper con su inmensidad, pero no, ella acaba subiendo
hasta arriba como si lo suyo fuera un saco de plumas de avestruz y no de
patatas. “¡Siguiente!”. Yo cedo la vez, gustoso, me quedo rezagado. Silbo. Miro
al suelo. Me hago el despistado. Digo que me duele el brazo. Es su turno. Guido
sube a pulso. Con las piernas colgando. Como si fuera de trapo. Un, dos, un,
dos. Ya está cuatro metros arriba. Si se lo pidieran, se quedaría ahí sentado,
como un trapecista. O colgado de los pies, como un murciélago. Oooohhhh. Luego,
pis, pas, pis, pas, baja. Don Gervasio va poniendo notas. Diez para Guido.
Siete para Lucila. Para Sebas un tres, porque se ha quedado a mitad de camino,
balanceándose a un lado y a otro, rojo como un tomate, sin subir ni bajar. Me
voy escurriendo. Miro hacia otro lado. “¡Gabinooo! Te toca”. ¿A mí? Me hago el
despistado. No me he podido escaquear. Imploro clemencia. Se me sale el corazón
del sitio. Me enfrento a la cuerda. La agarro fuerte, tan fuerte que parece que
la voy a estrangular. AUPPPPPPPPP. Cierro los ojos. Aprieto los dientes.
AUPPPPPPP. Tenso los brazos. Escucho a alguien decir que me pesa el culo.
Cuando lo coja luego, me lo cargo. AUPPPPP. Abro los ojos, a ver cuánto he
subido. Treinta milímetros si llega. “Vale ya”, concede don Gervasio. Veo cómo
con su pluma traza en mi casilla un cero perfecto, simétrico. Los demás corren
ya hacia los vestuarios. Me duelen los bíceps. Me duele la moral. Subir allá
arriba, para mí, desde ahora, es una cuestión de honor.
II
Primera condición: Ser más liviano, quitarme
lastre de encima. Volatilizar estos michelines que rodean mi cintura. Ahora se
me va la mano hacia la cucharilla, como si tuviera vida propia. La freno con un
esfuerzo titánico. Salivo un poco viendo la tarta ahí, a mi alcance. Cierro los
ojos para no verla, pero da lo mismo, porque la sigo imaginando entera, con
todos sus detalles. Respiro hondo. Me levanto, me preguntan si me pasa algo, y
muy ceremoniosamente, le pido a mi madre: “Mami, aparta de mí este postre”.
III
Segunda condición para poder izarme: Hacerme
fuerte. Encerrado en mi habitación, cojo la caja de seis tetrabricks de leche,
sí, la que he escondido debajo de la
cama y la levanto alternativamente, ahora con el brazo derecho, ahora con el
izquierdo. Hasta que pierdo la cuenta. Hasta que me duelen los dedos, la mano,
el brazo e incluso el espinazo. Enseguida me afano en comprobar el resultado. A
ver cuánta bola más tengo en mis bíceps. Empiezo a hacerme de hierro, empiezo a
dejar de ser de mantequilla.
IV
El movimiento se demuestra andando, es decir,
subiendo. Ventajas de vivir en un piso antiguo con un techo tan alto. Esa
lámpara la puso mi abuelo ahí arriba y lleva tal cual los años que yo tengo.
Unos cuantos. Y, siendo maciza como es, debe pesar lo suyo. Enciendo sus ocho
bombillas. Nunca ha estado tan iluminada mi habitación. Enre otras cosas,
porque si entra mi padre, me va arrear una buena y me va a decir que la próxima
factura de la luz me la va a descontar de la paga. Subo a la escalera de los
cinco peldaños hasta el tercero. Miro abajo. Uffff, qué alto. Miro abajo más. Ufff
si ahora me caigo desde aquí… Me entra un mareo, un totus revolutum en mi
cabeza... me da todo vueltas. Vueltas y vueltas. Bajo los tres peldaños de un
tirón. Me dejo caer en la cama. Aborto la operación cuelgue de cuerda. Y me
cago en todo, porque eso: encima, para colmo, acabo de descubrir que yo tengo
vértigo.
V
“Que no se diga, Gabino. También le tenías miedo
al agua, y ahora eres un cachalote. Con el aire te tiene que pasar lo mismo”.
Me animo a mí mismo. El secreto, uno de tantos, está en no mirar abajo. Hale
hop. Ya está. Cuerda atada en la lámpara. Bajo la escalera. La arrimo a la
pared. Ahora a comprobar que mi recién estrenada musculatura y mis cinco kilos
de menos sirven para poder trepar por la cuerda. La tenso. Estiro. Aguantan.
Canto para levantarme la moral, que tampoco sabe subir. Me sale, no sé por qué,
“…un elefante, se balanceaba, sobre la tela de una araña…”. Polvos de talco
para mis manos. Abro, cierro. Abro, cierro. Cuento tres. Me cojo. Me suspendo
en el aire. Aoooooopppppp. Con todas mis fuerza. Con todas mis ganas. Me
balanceo. Me sale ahora el grito de Tarzán. Oooooohhhhhh, Oooooohhhhh, o-o-oó.
Impresionante. Lucha titánica contra la fuerza de la gravedad. Venga, un
impulso más. Estoy en eso, cuando, no me da tiempo, algo cruje. Algo cede. Algo
hace CATACRACRÁS, CRAS, CRAS. El chichón con el brazo de la lámpara es lo de
menos. Me sacudo el polvo de la escayola que perla mi frente y me digo: “Mi
madre hace ya tiempo que había dicho que la talla ésta se había quedado muy
anticuada”.
VI
Sin técnica no somos nada. Aún iríamos con el taparrabos
huyendo de las fieras. Tras las clases, he reclutado a Guido. Le sujeto la mochila.
Ahí estamos. Frente a la cuerda de la discordia. “Enséñame cómo lo haces”. “Muy
fácil”. Plas, plas, plas. Sin pestañear. Ya está arriba. “Espera, espera, que
no me ha dado tiempo, ¿cómo has subido?”. Trato de fijarme en su posición, en
el impulso, en… Este tío es de goma. Baja, sube, baja, sube. Baja y… me manda a
freír espárragos, porque lo que está bien está bien.
VII
Miro fijamente a la cuerda. Con respeto. Con odio,
lo reconozco. Doy vueltas alrededor. La pillaré desprevenida en algún momento y…
Me cargo de rabia, de ira. Por qué no voy a poder. POR QUÉ. POR QUÉEEEEEEEEE.
Me abalanzo sobre ella. AAAAAAAAHHHHHHH. Grito de guerra. Aup. Aup. Voy
subiendo. Voy ganando altura. He aprendido que no tengo que mirar abajo. Aup.
Aup. El corazón me empuja. No me va a parar a mí una puñetera cuerda. Me siento
fuerte. Me falta un poco, un poco… AUP, AUPPPPP. Toco el travesaño. Toco la
viga con mi mano izquierda. Intento subir un poco más, porque ya puestos, si
puedo, la beso, a la viga. Se me empañan los ojos de la emoción, de la proeza.
Sabía que lo conseguiría, que soy capaz. Inicio el aterrizaje. Houston,
Houston, aquí la base espacial preparando el regreso al planeta tierra. Cuando
me falta medio metro, auppp, un salto acrobático y al suelo. Me sacudo las
manos. Satisfecho. Eureka. Miro alrededor. El colegio está vacío. Ni un alma. Grito:
“¡Coñoooo! ¿ES QUE NO ME HA VISTO NADIEEEEEEEEEE?”.
VIII
Falta poco para y media. Se está acabando la clase
de Educación Física y don Gervasio no da muestras de señalar la cuerda. Me
inquieto. Éste es capaz de enviarnos directamente a las duchas. En esto, suena
su silbato. PIIIIIII: “¡Todo el mundo a la cuerda!”. Bien, bravo: Mi momento.
Me concentro. Me pongo el primero de la fila. Lo vivo todo a cámara lenta. Los
voy a dejar boquiabiertos. Ojipláticos. Maravillados. Por detrás, escucho, “chisss,
chisss, que viene el trepa, que viene el trepa”. Más son ellos. Les mando, a
cámara lenta, a cagar con una mirada de desprecio. Cierro y abro las manos. Las
cierro y las abro. Noto la ausencia de mis michelines. La tensión de mis
bíceps. Respiro hondo. Me cojo a la cuerda. Cierro los ojos para ahuyentar el
vértigo. Aup, aup. (….). Ahora los cierro más fuerte para intentar que no se
escapen las lágrimas. “Venga, Gabino, déjalo ya”. Don Gervasio me pone la mano
en el hombro intentando animarme. No me explico por qué el otro día sí y hoy no.
Y tampoco me explico por qué el otro día no escuché nada de nada, y hoy, según
tiraba más y más fuerte, me llegaba un nítido y lejano voltear de campanas
celestiales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario